La literatura finalmente era ella. Hoy se vuelve a escribir Rayuela. Tenemos 50 años.
Un juguete en manos de muchos niños, el mismo niño. Una bomba de relojería por supuesto suiza que te estalla en las manos como las mejores bombas. Una cumbre de la ilegibilidad. La novela puesta del revés con los bolsillos vacíos en un pantalón agonizante por no poner raído. El cajón felizmente desordenado. La literatura en los suburbios y en los palacios, en los clubes de alterne y en los reinos heredados por los parias de la tierra y los cielos. Las letras llamándome a gritos por todos mis nombres. La poesía quitándose la ropa desvergonzadamente, haciéndose puta de burdel a la luz roja. Tú abrazándome por detrás y vendándome los pies. La impostura final, no la del punto y aparte, la otra. El snobismo de pancarta, de muro y de mural, el snobismo de los que se dejan morir en el intento. El París argentino bastándose a sí mismo, recreándose en su contemplación, mirando hacia su centro, haciéndose espejo. La madrugada estirándose como un yoyó. Vos, pidiéndome jugar.
Rayuela, al fin y al cabo.
¿No queríamos delirios? ¿No quisimos romper los papeles aquella vez? ¿Que volaran los papeles? Y leímos La autopista del sur, La casa tomada, Los premios, Todos los fuegos el fuego, Salvo el crepúsculo. Cómo no quererlo. Por los cronopios (nosotros) y las famas (ellos). Si Cortázar lee a Cortázar. Si se enreda en su propio verbo y cae por su propio precipicio. Cómo no amarlo. Si tenía frío... Y no se abrigaba.
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