sábado, 10 de octubre de 2020

Una soledad incendiada con palabras

Quisiera amarte en la inmensidad de lo más remoto, en la solemne antigüedad de este instante, en lo efímero del vuelo de un ángel destronado. No pude ser la ola que arrancara el miedo de tu piel desprovista de corazas y me quedé en la orilla varada donde las gaviotas exhiben sus delirios de espumas ultrajadas por el viento. Era la inconstancia la que terminó desembocando en lo eterno, la nube pasajera que se dibujaba incesante en un cielo nunca sobradamente azul para aquel infortunio de nuestros dedos desperezándose atónitos en la madrugada. Puede ser que nunca fuera suficiente, ni los panes ni los peces multiplicándose en lo místico, ni el temblor airado que templaba la ancestral herida, ni la aurora quebrándose rododáctilamente en la grieta excavada de dos labios, ni la amargura de ser el agua que cae gota a gota en la crátera hirviente, la niebla que no lograba disipar tus ojos, los juncos devotamente postrados sobre los ríos, asomados a aquel mar de Capri donde la soledad se encendía con palabras. No bastó la rama sobre el tronco, ni la hoja sobre la rama, ni la flor sobre la hoja, ni los pájaros anclados sobre la furibunda tempestad, deteniendo con sus plumas el furor divino de aquel rayo. Por eso te he buscado entre los muros que unen los jardines donde las violetas protegen su color de los ocasos y he hallado la música batiendo sus alas para hacer danzar a los molinos. Tal vez fuéramos islas entonces y nos llamáramos Eolias, o penínsulas casi, antes de arribar a las costas redibujadas en esta nueva geografía nuestra de lo bellamente inútil. La nostalgia inaudita del volcán que incendiaba el epicentro sin fórmula del abrazo.

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