jueves, 1 de octubre de 2020

El don de la sobriedad

Viejo y glorioso Epidauro, el eterno jadeo de tus voces agolpándose en la inmediatez del llanto no pudo despojar de su verbo a las bacantes que venían a devorar los restos del banquete nupcial. Lo que quedaba del amor después del amor. Al grito de evohé, las arpías de largos cabellos de serpientes estrangulaban a las flores mientras las envenenaban con su aliento. Había que culminar el drama porque los espectadores estaban sedientos multiplicándose en sus gradas. Entonces pasó que cayeron fulminados como del rayo los espejos en que los amantes se habían mirado hasta la saciedad de su deseo y todo pasó a ser un espejismo sobre la playa aquella, ya sin arena, en que Ariadna había sido abandonada por Teseo. Hay un minotauro en cada poeta que se desangra, dichoso en su laberinto. Y solo Baco pudo terminar aquel poema, embriagado hasta la náusea con su propio vino, ahorcado de placer del tronco de una vid donde las uvas se apelotonaban en pleno desconcierto sin vendimia. Pero Apolo tuvo que llegar con su música y volver a sembrar los maltrechos campos ultrajados por aquellas indómitas huellas y apaciguar las calaveras para que ella, que había escarbado en la tierra con sus uñas para alimentar su vocación y atesorado sus caricias en los horizontes de todos los alféizares, pudiera detener la lacerante aguja y encontrar el centro mismo de la vida en su itáquico vientre. Acaso el ónfalo. Un águila volando y Delfos adueñándose de toda la impostura del paisaje.

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