viernes, 4 de diciembre de 2020

El rayo (de Zeus) que no cesa

Cuando fui el preludio de todos los pájaros ebrios, Rimbaud viajando en tren. El tendido donde el sol se negaba a quemar las amapolas, viejo Valéry anclado en Sète. El rumor quebrado del grito despertando a las auroras de los dedos rosados, FGL en NY multiplicándose sus manos sobre las teclas de un piano.

Amanece ahora y dime qué ves sobre los campos, ahora que mi voz se apodera de los cánticos, que nadie puede parar este oráculo feroz derramándose sobre las multitudes desde ese Delfos de vértigo.

Hay un entreacto entre los besos en el que alguien grita con su voz ahumada proclamando a la vez todos los sueños, todos juntos al unísono como un suspiro arrebatado al viento. 

De qué servirá mi tacto si no hay árboles, si no estalla cada flor con la risa que vence a todo desencanto. Para qué darle cauce al último silbido si la pértiga no crece primero en la mano de aquel niño. 

El mar agitaba sus olas para romper el llanto de la arena, mientras tú dejabas volar tus ojos hasta que se posaban en el alféizar de la rama. Tus lágrimas lo estaban dejando por escrito: solo los cormoranes aman la arqueología. Lo antiguo era de pronto un beso en lo alto de aquella torre de marfil. Crisoelefantino el atardecer como la estatua del gran dios entre las columnas del viejo Partenón. 

Amada Atenea, vuela sobre los mares mientras Poseidón se embriaga del vino de Diónisos. Naceremos otras dos veces más sobre la espuma blanca de Afrodita.

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