martes, 14 de enero de 2020

De isla en isla, queriendo nacer en Delos (otra vez)

Me he tomado una cerveza con Bohumil Hrabal y he visto cómo un tren rigurosamente vigilado circulaba sobre mis sombras.
Hay días que te duermes en el camino mismo como un peregrino de la belleza, como un Goethe enamorado, con un pie en cada isla del Egeo, envidiándole a Argos sus cien ojos de guardián, y te levantas con Aquiles, orgulloso de su talón y de ser precisamente eso, un viejo diablo, ángel fieramente humano.

El mundo se vuelve locamente literario, como si los cronopios se lanzaran río abajo todos a la vez y volvieran a nacer afrodisiacamente en el mar.

Es ese momento intacto en que los ojos se alían con el vértigo.
Cuando la hoja enseña su envés y sus cimientos.
Cuando el sol sale y se pone una y otra vez y tú cuentas las horas con la lentitud con que la arena enamora a ese mar infinito y distraído.
El ángel dando vueltas y vueltas a tu alrededor,
viendo cómo Federico se tira en paracaídas sobre la muchedumbre
y tus plumas volando sobre tu conciencia,
oliendo tu sal, tu inconfundible antigüedad de mar,
agarrándote a ese clavo otra vez ardiendo en la proa espumosa de tu barco.

Estoy comunicándome con los muertos para arrancarle a la vida su dolor.
Gritando en las tinieblas, cabalgando sobre el último rayo de luz.
Aupada sobre la lluvia hacia un mar celestial en este otro limbo.
En la nube en la que solíamos cruzar el umbral de todas las estepas.
Allí donde Delfos vuelve a ser oráculo y donde Apolo recupera su santidad.
A lomos de tu locura volcados sobre la sedienta sensatez,
hambrientos definitivamente hambrientos,
ahogados en este preciso lugar donde el río se convierte en puente queriendo llegar al infinito.

De sobra sabías que la literatura era un juego jodidamente peligroso.

Que el arte duele precisamente ahí, en la misma herida que no deja de sangrar.
La que recorre el camino que te hizo llegar aquí, a la rosa misma donde los vientos se confunden.
Mientra la pampa que era tu corazón se llenaba de caballos