jueves, 17 de septiembre de 2020

Di Tánger y luego azul

Fui yo quien se suicidó desde el abismo que siempre fue la comisura de tus labios. Yo quien huyó como una fuga de Bach entre tus manos polifónicas. Volando sin parar sobre lo común en uno de los paraguas que nunca llegó a teclear Satie en su clamorosa soledad. Una gimnopedia la de mi piel exhausta bajo una obstinada lluvia de nubes pasajeras. Abiertamente descubierta en el desierto donde solía demorarse el amanecer, tejiendo y destejiendo una y otra vez la horizontal de aquel delirio. Nunca quiso Penélope esa Troya sino tenderse en la llanura tebana para confundir a los oráculos. Pero llegó la ola con su fauce hambrienta a tragarse toda la cosecha y entonces hubo que poner de revés los rostros horadados por los besos para que las lágrimas no se hicieran ríos e inundaran el pobre mar incauto. Por eso, aún están nuestros cuerpos tratando de emular a las caracolas. Atenas haciéndose Esparta no sin dolor y sin batalla. No maldigas mi nombre bajo el sol ardiente. Di Tánger y acuéstate sobre mis espaldas. Azul ahora y haz venir la madrugada. Vuelve a profanar el cerco minoico de mi risa. Y guárdame en tus bolsillos junto a los días tristes. Qué podría recordar si no los acantilados que tallaron con su infinita insolencia nuestros vértigos. Ese océano proceloso y épico a nuestro alrededor, la misma incesante espuma y todos los barcos palideciendo de tantas millas y humedad asombrosamente ebrios.

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martes, 8 de septiembre de 2020

De un confín al otro de tu abrazo

Vino al fin de noche, llegó con la tormenta, negando con su eterno ritmo cualquier rastro de evidencia. Había sido esperado largamente tras el balanceo de la lámpara encendida de una virgen bíblica y hasta los jazmines vieron comprometida su belleza. Solo Leandro pudo contener la voracidad de aquel aliento y no hubo paz en esa guerra desarmada porque el cielo se había llenado de palomas que se batían contra las olas afrodisiacamente blancas al otro lado del estrecho. En ese Helesponto en que se convirtió su abrazo ella podía nadar como un molino gigante mecida por el viento hacia la inmensidad encinta de todos sus confines. Byron lo sabía. Solo el poeta es capaz de fingir el dolor que verdaderamente siente. Así, a la intemperie, consumado el sacrificio, puestas en la hoguera todas las nostalgias y mirando fijamente a Argos a través de sus cien ojos pudo redibujar su Ítaca. El lugar para su vuelta. Como era de mar, pensó que no había dejado huella. Todo se lo llevó el silencio. Apenas quedaron los peces revoloteando y aquella sal envolviendo el cuerpo de DH Lawrence en Tarquinia, de nuevo en un Mediterráneo joven como Ulises. I am that I am. Y volvió a medirse con el fuego

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