jueves, 29 de octubre de 2020

Entre los peces

Las caracolas están formando filas como un gran ejército. El mar se estremece y todos los peces avanzan en la misma dirección, reagrupándose en esta Babel políglota y submarina. Tal vez por eso el agua cae ahora lentamente sobre una tierra doblemente baldía. Esa agua salada llena de piedras que de pronto son ojos que se desparraman fuera de sus órbitas en un vuelo sin vértigo. Ella está empapada. Acaba de saber que el agua también tiene sus cadenas. Palpita entre corales, su respiración se acompasa a los trotes de los hipocampos. Está flotando como un barco hundido. Sabe de siempre que los caballos galopan entre las olas, que el Mediterráneo puede ser una Pampa y hay una Patagonia inmensa de algas como una antigua diosa íbera oferente. Es un sollozo latente lo que ha venido a dormir a las nereidas. Poseidón batiéndose en duelo en plena tempestad con Atenea, que desarmada siembra la tierra de olivos y su silencio borra su infinito rastro entre los surcos. La polis se está llenando de templos, todo se ha vuelto sagrado, hasta la risa. Créeme, que he muerto en los brazos de César Vallejo, mientras proclamaba por enésima vez que hay un Viernes Santo más dulce que ese beso, y estoy contando con los dedos los días que quedan para mi postrera resurrección entre los vivos. Pero mi sudario ha servido para abrigar a una mujer anciana y Calypso ha dejado entrar por fin la luz a través de los rayos de sus siempre redibujadas y aún fértiles sombras. 

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sábado, 10 de octubre de 2020

Una soledad incendiada con palabras

Quisiera amarte en la inmensidad de lo más remoto, en la solemne antigüedad de este instante, en lo efímero del vuelo de un ángel destronado. No pude ser la ola que arrancara el miedo de tu piel desprovista de corazas y me quedé en la orilla varada donde las gaviotas exhiben sus delirios de espumas ultrajadas por el viento. Era la inconstancia la que terminó desembocando en lo eterno, la nube pasajera que se dibujaba incesante en un cielo nunca sobradamente azul para aquel infortunio de nuestros dedos desperezándose atónitos en la madrugada. Puede ser que nunca fuera suficiente, ni los panes ni los peces multiplicándose en lo místico, ni el temblor airado que templaba la ancestral herida, ni la aurora quebrándose rododáctilamente en la grieta excavada de dos labios, ni la amargura de ser el agua que cae gota a gota en la crátera hirviente, la niebla que no lograba disipar tus ojos, los juncos devotamente postrados sobre los ríos, asomados a aquel mar de Capri donde la soledad se encendía con palabras. No bastó la rama sobre el tronco, ni la hoja sobre la rama, ni la flor sobre la hoja, ni los pájaros anclados sobre la furibunda tempestad, deteniendo con sus plumas el furor divino de aquel rayo. Por eso te he buscado entre los muros que unen los jardines donde las violetas protegen su color de los ocasos y he hallado la música batiendo sus alas para hacer danzar a los molinos. Tal vez fuéramos islas entonces y nos llamáramos Eolias, o penínsulas casi, antes de arribar a las costas redibujadas en esta nueva geografía nuestra de lo bellamente inútil. La nostalgia inaudita del volcán que incendiaba el epicentro sin fórmula del abrazo.

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jueves, 1 de octubre de 2020

El don de la sobriedad

Viejo y glorioso Epidauro, el eterno jadeo de tus voces agolpándose en la inmediatez del llanto no pudo despojar de su verbo a las bacantes que venían a devorar los restos del banquete nupcial. Lo que quedaba del amor después del amor. Al grito de evohé, las arpías de largos cabellos de serpientes estrangulaban a las flores mientras las envenenaban con su aliento. Había que culminar el drama porque los espectadores estaban sedientos multiplicándose en sus gradas. Entonces pasó que cayeron fulminados como del rayo los espejos en que los amantes se habían mirado hasta la saciedad de su deseo y todo pasó a ser un espejismo sobre la playa aquella, ya sin arena, en que Ariadna había sido abandonada por Teseo. Hay un minotauro en cada poeta que se desangra, dichoso en su laberinto. Y solo Baco pudo terminar aquel poema, embriagado hasta la náusea con su propio vino, ahorcado de placer del tronco de una vid donde las uvas se apelotonaban en pleno desconcierto sin vendimia. Pero Apolo tuvo que llegar con su música y volver a sembrar los maltrechos campos ultrajados por aquellas indómitas huellas y apaciguar las calaveras para que ella, que había escarbado en la tierra con sus uñas para alimentar su vocación y atesorado sus caricias en los horizontes de todos los alféizares, pudiera detener la lacerante aguja y encontrar el centro mismo de la vida en su itáquico vientre. Acaso el ónfalo. Un águila volando y Delfos adueñándose de toda la impostura del paisaje.

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